Oh Espíritu Santo, haz que la Iglesia, unida en tu amor, tenga “un solo corazón y una sola alma” (Hech.4,32)
La Iglesia fundada por Cristo para prolongar a través de los siglos su obra de salvación, está animada por su mismo Espíritu. En efecto, corroborada por el mismo Espíritu, la Iglesia emprendió el día mismo de Pentecostés su carrera en el mundo anunciando el Evangelio. El Concilio nos enseña que fue en Pentecostés cuando empezaron los “Hechos de los Apóstoles”. Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María; y Cristo fue impulsado a la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo descendió sobre él mientras oraba (AG 4).
Los primeros Apóstoles se gozaban “porque habían sido dignos de padecer ultrajes en nombre de Jesús” (Hc.5,41).
San Pablo camino a Jerusalén decía: “ahora encadenado por el Espíritu voy a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá, sino que en todas las ciudades el Espíritu me advierte, diciendo que me esperan cadenas y tribulaciones” (Hech.20, 22-23). Pablo tenía conciencia de arriesgar la vida, pero no retrocedía con tal “de anunciar el evangelio de la gracia de Dios” (Hech. 20, 24).
La fuerza de la Iglesia actual, como lo fue para la primitiva Iglesia, está en dejarse guiar por el Espíritu Santo, sacando de él la fuerza para dar testimonio de Cristo y difundir el evangelio, no obstante las contradicciones y las persecuciones que pueda sufrir. También en este caso debe cumplirse la Palabra de Jesús: “Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio”(Jn.15,26).
El testimonio que Jesús pide a su Iglesia es justamente testimonio de fe y de amor. En su oración sacerdotal Jesús pide al Padre por los suyos: “conságralos en la verdad (Jn.17,17), es decir que se consagren a la difusión de evangelio y que estén dispuestos a dar su vida y sacrificarla por él. En esa misma oración Jesús añade: “que sean perfectos en la unidad para que el mundo conozca que Tú me enviaste”. El amor mutuo de los discípulos y la perfecta unión que de Él se deriva, dará testimonio al mundo que el Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha venido para traer el amor divino a los hombres; darán testimonio de la veracidad y del valor del cristianismo. El Espíritu Santo, que es Espíritu de verdad y de amor, va amalgamando a la Iglesia para hacerla perfecta en la unidad “para que el mundo crea”. El Espíritu Santo, si los hombres no ponen obstáculos a su acción, promueve siempre la unidad de los corazones y de las mentes, despierta el verdadero sentido de fraternidad, y continuamente produce y urge la caridad entre los hombres.
La acción del Espíritu Santo es por demás poderosa y eficaz, pero sin embargo, el Espíritu de amor como es, no quiere violentar la libertad humana, sino que espera a que el hombre acepte libremente sus impulsos y le entregue por amor la propia voluntad. Si encuentra en él resistencia, retira de él sus gracias y lo deja en la mediocridad. Por eso San Pablo exhorta a vivir no “según la carne”, que llevan al hombre a afirmar su propia independencia con respecto a Dios sino “según el Espíritu (Rom.8,4), porque el apetito de la carne es muerte, pero el del Espíritu es vida y paz”. Esta es la paz y la vida de los hijos de Dios: dejarse guiar por el Espíritu. Es además la lógica de quien desea vivir su propio bautismo: si vivimos del Espíritu, andamos siempre según el Espíritu, la paz, la fraternidad, el cuidado de uno mismo y del prójimo, la construcción de la sociedad en una sociedad más justa y equitativa. Este es el mundo nuevo y mejor que desea el Espíritu para todos los hombres de buena voluntad.
Que la Virgen María, que recibió el Espíritu Santo en el día de Pentecostés y conoció allí toda la verdad que encerraba su fe, nos acompañe y nos ayude a abrir el corazón a la obra del Espíritu.
+ Mons. Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazu
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