La liturgia de este domingo nos presenta la vocación de tres grandes figuras de la Escritura, la vocación de Isaías, Pedro y Pablo. Es una vocación especial la de ellos, pues va precedida de una teofanía o manifestación sensible de Dios.
Isaías nos relata: “vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado” (Is. 6,1) y en torno a Él los serafines cantaban adorándole “Santo, Santo es el Señor Dios del Universo” (6,3). En torno al Señor los serafines se postraban en adoración cantando: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del Universo” (6,3). Frente a tal grandeza Isaías tiembla, se siente -como nunca- impuro e indigno de estar frente al Señor. Pero cuando siente la voz del Señor que le dice: “¿A quién enviaré y quién irá de nuestra parte? no duda un instante y responde: “Aquí estoy, Señor, envíame”. El hombre por sí solo no puede llevar adelante la misión de “ir de parte del Señor” o de “predicar su palabra”. Pero cuando Dios lo envía llamándole para ser su colaborador, no puede haber pretextos para no hacerlo y menos aún su indignidad.
Diferente fue la llamada de Pedro a ser pescador de hombres. No acaeció en el Templo, como con Isaías, sino en el lago. En un contexto muy sencillo y humano, propio del Dios hecho hombre, lleno de amor por todo lo que lo rodea y que ha venido a compartir la vida de los hombres. La escena es, sin embargo, interesante. Después de haber predicado desde la barca de Pedro, el Señor le ordena echar las redes. Pedro le responde: “Señor hemos estado toda la noche tratando de hacer algo y no hemos pescado nada, pero si tú lo dices echaré las redes (Lc. 5,5). La obediencia al pedido del Señor, rinde sus frutos. Fue tal la pesca, que se rompieron las redes y llenaron las dos barcas, “que casi se hundieron” (Ib.7). Viendo Pedro lo que había sucedido -como Isaías- cae de rodillas y le dice al Señor: “Aléjate de mí Señor porque soy un pecador”. Allí, una vez más, revela el Señor quién es. Pedro se humilla, pide humildemente que el Señor se aleje, pero a este acto de reconocimiento de la vida de Pedro, sigue la llamada definitiva: ”No temas Pedro, desde ahora serás pescador de hombres”. Fue inmediata la respuesta de Pedro y sus compañeros: “llevaron las barcas a tierra, lo dejaron todo y siguieron al Señor” (Ib. 10,11).
También Pablo, en el camino de Damasco -donde fue llamado- quedó consternado, de tal forma que se considera como un aborto (1Cor. 15,8), sin embargo su correspondencia es plena y puede atestiguar que la gracia de Dios no fue en él estéril.
Tres vocaciones diferentes para un mismo fin: llevar al Señor al mundo. Pero los tres tienen una misma actitud, humildad, disponibilidad y obediencia a la gracia del Señor. El Señor sigue llamando y pide que la comunidad ore por aquellos que Él llama, pues el mundo necesita de la Eucaristía y del misterio de su misericordia en el perdón de los pecados. Sin embargo hoy nos atraen otras cosas del mundo y no somos capaces de responder cuando el Señor nos llama. Nos falta fe y la certeza de saber que el mundo no se salva por si mismo, que es el Señor de la vida y de la historia, aquel que nos da la salvación. Creemos que el poder, el dinero y las obras del mundo, son más importantes que el Señor. Debemos recapacitar como familia, ofrecer nuestros hijos a Dios y si el Señor los llamara, alentar ese llamado con el gozo y la alegría de saber, que aunque indignos, el Señor nos ha mirado y nos ama con un amor de predilección y especial afecto. Jóvenes, no tengan miedo de seguir a Cristo. Recordad las palabras del Señor: “¿A quién enviaré?” Y las otras que os darán aliento: “Yo estaré con vosotros siempre hasta el final”.
Que María, que supo decir en la fe que se haga la voluntad del Señor sin mirar atrás ni al costado, nos aliente a oír el llamado del Señor y a seguirle con amor.
+Mons. Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú
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