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XXII Domingo durante el año “Tú Señor escuchas cuando te invocamos con amor” (Dt. 4,7)


El Tema de la Ley de Dios es tratado en la liturgia de hoy con singular atención y pone a nuestra consideración toda su riqueza. La Primera Lectura (Deut. 4, 1-2.6-8) nos enseña que es fundamental la fidelidad a la ley del Señor para guardar su alianza. El amor es la razón por la cual Dios se acercó tanto a su pueblo y es el amor el que le hace accesible a quien le invoca (Ib. 4).

Muchas veces se piensa que la observancia de la Ley oprime y esclaviza. Frente a estas afirmaciones debemos decir que el cumplimiento de la Ley de Dios no oprime ni esclaviza sino que libera, ya que nos da el verdadero sentido de la vida en cuanto la funda en la relación de la verdadera amistad con Dios. Quien cumple la Ley es amigo de Dios y goza de sus beneficios. En el caso de Israel era la posesión de la Tierra Prometida, figura de lo que es hoy para el hombre el cumplir la Ley: la posesión de la Vida Eterna.

La práctica de la Ley además, ennoblece al hombre porque le hace partícipe de la Sabiduría de Dios contenida en ella, dándole la seguridad de caminar en la verdad, en el gozo del cumplimiento del bien y de ser admitido en la presencia del Señor. Dice la Escritura: “¿Señor quien puede hospedarse en tu tienda?” (Sal. 14,4). El que procede honradamente y practica la justicia…no calumnia con su lengua…no hace mal a su prójimo” (Ib. 8). Esto es lo que está contenido en la Ley del Señor.

Pero ciertamente debemos de saber que la Ley no es solamente un elenco de preceptos materialmente expresados sino que, como nos dice el apóstol Santiago la Ley es la palabra de verdad sembrada en el corazón de los hombres, para conducirlos a la salvación (St.1, 17-18.21-22.27) y es por eso que el hombre debe de estar interiormente atento en su corazón a la Palabra del Señor, para percibirla y llevarla finalmente a “la práctica” (Ib. 22). El ser humano caería en una tremenda equivocación si se contentara con el conocimiento de los preceptos divinos y no los tradujera en obras. El conocimiento de la ley nos enseña que su punto clave es el “amor a Dios” y que su expresión concreta es el amor al prójimo: “visitar a los huérfanos y asistirlos, a las viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con lo malo del mundo” (Ib. 27).

El mandamiento de Dios a Moisés fue que “no se añada nada ni se quite nada de los preceptos del Señor” (Dt. 4,2). Sin embargo los judíos fueron añadiendo a la pureza de los preceptos del Señor una serie de prescripciones minuciosas que hacían perder de vista los preceptos fundamentales, hasta tal punto que los contemporáneos del Señor, se escandalizaban porque sus discípulos no cuidaban algunos de ellos (Mc. 7,4). Jesús ante esto reacciona casi violentamente: “hipócritas…dejáis a un lado el mandamiento de Dios, para aferraros a la tradición de los hombres” (Ib. 6). Condena todo formalismo y legalismo porque quiere que miremos a la realidad interior de la Ley. Es inútil darle sentido a las realidades externas mientras el interior del hombre no está limpio, esté impuro y lleno de vicios. Es por eso que la Ley mira al interior del hombre, porque su interior es lo que hay que purificar: de allí salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfrenos, envidia, difamación, orgullo, frivolidad” (Ib. 21-22).

Si el corazón no está purificado es imposible cumplir la Ley y los mandamientos. Ella mira precisamente a librar al hombre de tales males, para hacerlo capaz de dejar de lado o quitar de su corazón las pasiones y los vicios y poder así amar a Dios con todo su corazón y al prójimo con ese mismo amor. Este es el centro de la ley y toda ella se resume en este precepto, el cual es imposible cumplir si el corazón no está purificado.

Que María Madre de toda pureza, nos ayude con la gracia del Señor a purificar nuestro corazón.


+ Mons. Marcelo Raúl Martorell

Obispo de Puerto Iguazú

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