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  • rodrigorr0

IV domingo durante el año ( c ) “Tú eres mi esperanza y mi seguridad” (Sal. 71, 5)


La liturgia de este domingo nos presenta la vocación, el llamado, de Jeremías, uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento que fue llamado por Dios para ser su voz en medio del pueblo de Israel cuando apenas contaba con pocos años de edad. Este texto muestra que la elección no procede de mérito alguno, sino de la exclusiva decisión y elección del corazón de Dios: “antes de formarte en el seno de tu madre, yo te conocía …, yo te había consagrado … te había constituido profeta para las naciones” (Jer 1, 4-5). El profeta recuerda al pueblo que ellos son propiedad de Dios, que su Dios es un Dios de amor y de amor fiel. Esta predicación constituye para el pueblo esperanza, seguridad y fortaleza para caminar en la historia esperando la misericordia de Dios que no defrauda, aunque a veces parezca que está lejos. Por esto el profeta es respetado y su palabra es tenida en cuenta. Pero el profeta muchas veces recuerda al pueblo su infidelidad para con Dios, le recuerda a Israel su pecado, le muestra su error y lo llama a la conversión y a la penitencia. Y esto acarrea al profeta incomprensión, rechazo, maledicencias e incluso persecusiones de sus mismos compatriotas. Es la cara y cruz del profeta.

El evangelio de San Lucas nos muestra a Jesús en la sinagoga de Nazaret, quien después de proclamar ante la asamblea el texto de Isaías, afirma que Él es el destinatario de aquella antigua profecía, que a Él se refería aquél texto escrito mucho tiempo atrás. San Lucas afirma que “todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca” (Ib. 22).

Jesús es centro de admiración. Él ya había estado predicando y “su fama se había extendido por toda la región” (Ib. 14). Pero Jesús también genera rechazo. La gente de Nazaret -la ciudad donde creció- estaba admirada por la belleza de su predicación pero no podía aceptarlo como maestro y mucho menos como Mesías, porque era uno más del montón, era el hijo del pobre carpintero José, pertenecía a una familia humilde del pueblo, no era un personaje prestigioso ni uno de los poderosos de la alta sociedad.

El pueblo no supo reconocer en Jesús al Mesías prometido por Dios que tendría una gran predilección por los pobres de toda pobreza, de los ciegos de todo tipo de ceguera, de los oprimidos por toda clase de opresiones. No supo reconocer a Aquél que traía la salvación y la gracia de Dios para su pueblo. Jesús fue pobre y compartió la suerte de los pobres: fue despreciado al igual que ellos, fue relegado y se le negó un lugar en la sociedad. Por más atractiva que fuera su persona y por más bellas que fueran sus palabras, eso no bastaba para que lo aceptaran. Y Jesús renunció a deslumbrar a este pueblo de dura cerviz con su poder. No hizo allí ningún milagro, porque sabía que si no creían en su palabra “no creerán aunque resucite un muerto” (Lc 16, 31).

Jesús al ver la actitud de sus compatriotas imagina un reproche por la ausencia de prodigios y de signos milagrosos y supone que le aplican el refrán: “médico cúrate a ti mismo”. Por eso se adelanta y les responde con otro refrán conocido en su pueblo: “nadie es profeta en su tierra”. Por medio de este refrán Jesús no está diciendo que los profetas siempre son rechazados en su tierra, como si fuera una ley inamovible. Simplemente pretende mostrarles lo que de hecho estaba sucediendo con él. a partir de ese refrán que ellos usaban frecuentemente en las conversaciones cotidianas. Hay una verdad escondida en este refrán y es que muchas veces no es fácil descubrir la presencia de Dios en las cosas simples y normales de nuestra vida. A veces no nos damos cuenta que Dios nos visita en los acontecimientos o que Dios habla a través de las personas que Él pone en nuestro camino, en los sacerdotes o en los miembros de la Iglesia. Pidamos al Señor que con ojos de fe sepamos reconocerlo, no vaya a ser cosa que como en el Evangelio el Señor pase en medio nuestro y siga su camino.

Que María Santísima, la madre de toda esperanza, nos ayude a reconocer y a seguir al Señor

por los caminos de esta vida.


Monseñor Marcelo Raúl Martorell

Obispo de la Diócesis de Yguazú

El Grito Misionero

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